
JOSÉ MARÍA MERINO (La Coruña, 1941). Los micros escogidos pertenecen al libro “Aventuras e invenciones del profesor Souto”, Edición de Ángeles Encinar, Editorial Páginas de Espuma, 2017.
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LA PECERA
Anoche, al volver a casa, cuando iba a echarles comida a los peces que tengo en la pecera, me encontré con que en la superficie del agua flotaba un extraño objeto. Observándolo con cuidado, comprendí que se trataba de una especie de desvencijada balsa, sobre la que había dos figuritas humanas, una tumbada boca abajo y la otra agarrada a una especie de mástil hincado entre los maderos. Creí que era un adorno que había puesto mi mujer, pero de repente descubrí que la figurita agarrada al tosco mástil movía un brazo desmayadamente, como pidiendo ayuda, y que en la tumbada había también signos evidentes de vida. Aquellos seres diminutos y vivos, al parecer náufragos, me desconcertaron tanto que me fui a la cama sin decirle nada a mi mujer y pasé la noche en blanco. Me he levantado muy pronto, he ido corriendo a la sala donde tenemos la pecera, pero solo he encontrado a las tres carpas rojas que la ocupan. Entonces me he sentido muy aliviado, al imaginar que esos diminutos náufragos no corresponden al mundo de mi realidad cotidiana.
MUNDO BONSÁI
No sé cuánto tiempo hemos vivido juntos en ese bonsái, pero ayer por la mañana, al despertarme, ella no estaba. Imaginé que acaso se había entretenido en alguno de los otros bonsáis, recolectando frutas, o mientras iba a buscar agua con el dedal que yo habilité como caldero, pero fue transcurriendo el día y, cuando llegó la noche, Silvia, como yo la he llamado desde que la conocí al pie de mi bonsái, no había regresado. Dormí mal, en el hueco entre los troncos del olivo que nos sirven de cobijo, y esta mañana he hecho un recorrido por el invernadero, inspeccionando todos los bonsáis que cobija. Cuando la encontré, estaba al pie de un pino, enlazada con un brazo a un ser peludo, que resultó ser un orangután. ¡Silvia!, la llamé, pero me miró con tanto desinterés que comprendí que nuestra relación había terminado. He regresado a mi bonsái y he aceptado, con amargura, que ha concluido otro período de mi vida. Tras unas horas de abatimiento me he dirigido al final de la estantería y he descendido hasta el suelo, ayudándome de una de las cuerdas. Al llegar aquí abajo, mi cuerpo ha ido recuperando poco a poco el tamaño del día en que descubría a Silvia, denuda, dormida al pie del fornido pero diminuto olivo. Y ahora soy consciente de que mi mundo bonsái será ya solo un recuerdo para mí.

Yo y mis sueños
Ya en otras ocasiones les he hablado de mis sueños. Hagan un poco de memoria. ¿Recuerdan? No faltarán quienes digan no recordar nada para no admitir que leen mus cuentos. Pero bue… En esta oportunidad soñé que morí y me fui directo al paraíso. Ante unas inmensas puertas con un gran letrero en semicírculo en la parte superior, que decía <Paraíso>, en una fuente indeterminada que yo, escritor, jamás había visto en mi vida, no esperé mucho. Apenas llegué, enseguida se abrieron, y pasé. Al principio, no se diferenciaba en nada del mundo vulgar y pedestre en el que vivimos. Caminé, paseé, vi cosas durante algunas horas. Hasta que, de repente, a media mañana, el cielo bajó hasta, más o menos, la altura de dos o tres metros. Entonces, en unas escaleras que aparecían de repente, de no se sabe dónde ni cómo, las personas subían y asomaban la cabeza a la parte superior, azul y con algunas nubes lentas y erráticas. Observaban durante diez o quince minutos. Luego, bajaban y se subían otros. Así, a lo largo y ancho del paraíso hasta donde alcanzaba la vista. Las escaleras, después que subían varios, no pude contabilizar cuántos; podrían ser tres, cuatro seis… y no había otros en los alrededores, permanecían unos breves instantes allí, como esperando, y, luego, así como aparecieron desaparecían. Les tomé el tiempo y cuando bajó el observador de turno, inmediatamente, intenté subirme. Pero una voz en off, grave y suave a la vez, que lo inundó todo, me lo impidió. Me dijo:
–¡No, no, no! Usted no puede subir y ver aún. ¡Usted acaba de llegar! A usted le corresponde asomarse hacia abajo.
Entonces vi algo en lo que no había reparado por estar mirando a los que asomaban la cabeza a través del cielo: una extensa multitud, tan extensa como los que se subían a las escaleras, que, agachados, se asomaban hacia abajo.
–¿Y cuándo podré asomarme? —le pregunté a la omnipresente voz.
–¿Cuántos años viviste en la tierra?
–¡Setenta y cinco!
–Multiplícalo por mil y podrás asomar tu cabeza hacia arriba. ¡Antes no!
Y, resignado, aunque ya sabía lo que iba a ver, me agaché y me asomé hacia abajo.
Autor. Pedro Querales
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